PARÍS SIN FIRMAS
En un portarretratos con forma de corazón, en la casa de una señora en los suburbios de París, hay una foto donde aparezco yo. Hasta hace unos días, esa señora y yo no nos conocíamos en persona y yo sabía menos de ella que ella de mí. Sin embargo, cuando entré a esa casa y la señora me llevó del brazo y me mostró que tenía enmarcada una foto del día que L y yo nos casamos por civil en Buenos Aires, se me hizo un nudo en la garganta. El portarretratos tenía varias fotos familiares y stickers navideños pegados en el marco, estaba apoyado sobre una estufa, al lado de un mueble con elefantitos de adorno, una lámpara de mesa y una estampita de la Virgen. En el living de la casa había alfombras, una cama de una plaza con almohadas de Marilyn Monroe y una biblioteca con cajas de lata con dibujos de la Belle Époque en los estantes. La tele estaba prendida sin sonido en un reality show, en la mesa donde estábamos sentados había una bandejita con tazas de té, vasos con borde dorado y una pecera con forma de bowl y, en la ventana, una bandera de Francia. La señora, abuela paterna de L, me agarró la mano y me preguntó en francés cuándo íbamos a tener hijos. Y yo sentí, de repente, que volvía a tener abuela.
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Cuando se me fue el jet-lag salí a dar paseos offline por el centro de París. Como no tengo 3G en el teléfono en Francia, pude caminar sin caer en la mala costumbre de preguntarle todo a google. París me pareció distinta a las otras veces que vine: más vacía, más amable, más colorida. Esta vez la recorrí siguiendo uno de mis mapas subjetivos —la ruta de las papelerías— y entre una parada y otra encontré arte callejero en casi todas las paredes y pequeños momentos cotidianos para guardar en mi cuaderno: una familia alimentando a los cisnes del Sena, un señor dándole de comer a las gaviotas en la fuente del Jardín de las Tulerías, un pato que le tiraba de la manga del pantalón para que le diera comida a él, un perrito ladrándole a los caballos de la policía, policías enojados y dos hombres cantando Hakuna Matata en francés en una plaza de Montmartre.
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Esta fue la primera vez que estuve en París y entendí el 85 por ciento de lo que me decía la gente. Eso, para mí, es tener un superpoder. Cuando lo conocí a L yo no hablaba una palabra de francés, apenas sabía decir bonjour y merci y ahí se terminaba mi conocimiento del idioma. Esta vez, además, vine de mucho mejor humor, sin esa tristeza que no me dejaba ver, y los parisinos me parecieron muy simpáticos: los del correo me hablaron en español cuando compré estampillas para Argentina (“Prefiero el español que el inglés”, me dijo uno), en el metro me reí en complicidad con un francés cuando anunciaron por el altoparlante (y entendí) que se habían subido “tres pickpockets” al tren, una mujer me contó toda su vida y sus dramas en un negocio (y yo hice mi mejor fake French). No hubo una vez que no sintiera que estaba caminando por una ciudad de película. “Qué linda que está París”, me repetí cada pocas cuadras, y después me pregunté “¿que está o que es?”. Eso que a los extranjeros les cuesta tanto cuando aprenden español es para mí una de las cualidades más lindas de nuestro idioma: la sutil (y existencial) diferencia entre “ser” y “estar”. Si digo que linda que es París estoy hablando de algo aceptado universalmente, de algo definitivo e inmutable, pero si digo qué linda que está París estoy hablando del momento presente, del ahora, de mi mirada, y en esta visita lo que definió a la ciudad fue eso: mi manera de verla.
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